El insomnio del juez



El juez, confortablemente abrigado, se dispone a dormir. Ha cenado muy bien: ostras, faisán, ensalada, frutas, pasteles y cuan­to hay, rociado todo con generosas vinos.


Pasa una hora, y el sueño se rehúsa a adormecer sus párpa­dos con sus dedos de seda y a envolver su cerebro con la dulce niebla de la insensibilidad, como si le guardase rencor de alguna mala pasada.


El juez no duerme, el juez está en vida, el juez es presa de insomnio. Su cerebro trabaja:


-¿Con qué derecho juzgo a mis semejantes? se pregunta, no satisfecho del derecho que para ello le concede la Ley. -¿Es que soy el mejor o el más sabio de mis conciudadanos - prosigue, a solas con su conciencia, en medio de las tinieblas de la estancia.


Se arropa la cabeza, como si lo que le atormentase estuviera fuera de él y pudiera, así, librarse de su mala influencia, pero en vano: lo que le molesta está dentro de él, y le rasca los nervios, le estruja los sesos y le tiene en vela. ¡Es la conciencia! Su cere­bro trabaja:


-Soy igual a todos los hombres, y, sin embargo, me atrevo a juzgar sus acciones. ¿Quién puede asegurar que nunca cometería el acto por el cual envío un hombre a presidio? Que se me coloque en las mismas condiciones en que el delincuente se en­cuentra, que se me rodee de las mismas circunstancias, y haré exactamente lo que él hace.

Entonces hace memoria de todos los infelices que ha enviado a presidio y al patíbulo y se estremece. Su cerebro trabaja:


-¡Qué odiosa dicho ser la vida del presidio! Verse mas abajo de los demás, cuando se siente uno igual, cuando uno tiene la conciencia de ser igual a todos, de no ser ni más buena ni mas malo que el resto de los mortales. ¡Decididamente yo soy un criminal, puesto que hago sufrir, a mis semejantes torturas que no quisiera para mí! Y, en cambio, mis víctimas son vistas con desprecio y con odio, mientras que yo, el victimario, recibo honores y recompensas. ¡Qué injusta es la justicia legal!


Adopta otra postura para ver si esta vez logra obtener los favores del sueño. La medida resulta ineficaz: el sueño su aleja de él, esquivo, como si le guardase profundo resentimiento. Su cerebro trabaja:


-¡Oh, que atroces pensamientos! Pero ¿qué es lo que ahora me ocurre? ¡Nunca había yo pensado en tales cosas! ¡Ah!, cómo me acuerdo ahora de aquella escena. La anciana madre del joven a quien envié a presidio, echada, llorosa a mis pies, haciendo un llamamiento a mi clemencia, un llamamiento vano como el que hubiera hecho en un desierto... Mi corazón, endurecido, detuvo mi mano cuando la alargaba para aliviar aquella tristeza suprema, y con el pie aparté de mí aquel cuerpo palpitante de dolor y de angustia... ¡Me quiero volver loco con sólo imaginarme que mi madre hubiera sufrido una humillación semejante!


Sus nervios vibran intensamente, como sacudidos por una mano cruel; se revuelca presa de la angustia en el lecho confor­table; cierra los párpados, y le parece que la estancia está ilumi­nada; sobresaltado los abre. ¡todo es tinieblas! ¡Son los ner­vios, son los nervios, sobreexcitados hasta el limite de la locura! Su cerebro trabaja:


-¡ Ah, apartaos de mí, fantasmas! ¡ No quiero veros! ¡No quiero acordarme de vosotros!


Pero los fantasmas son tercos y rodean el lecho del funcio­nario, extendiendo hacia él sus dedos ensangrentados, desnudos los pechos amarillos que muestran unos agujeros negros, de don­de brota la sangre... Son los hombres a quienes mandó fusilar y que él ve con los ojos de su conciencia.


El sueño ha huido definitivamente de él, como si hubiera tratado de vengarse de algún agravio, dejándolo a merced de su conciencia inexorable. Su cerebro trabaja:


-¡Me vuelvo loco! ¡Me vuelvo loco! ¿Cuántos de los mise­rables que me tienden la mano en la calle serán los deudos de los desgraciados a quienes he enviado a presidio o a la muerte? Esa prostituta que a empellones fue arrojada esta tarde al cala­bozo, a pesar de los ruegos de que se la dejase ejercer su triste comercio del cual conseguía un pedazo de pan para sus desampa­rados hijos, ¿no será la hija, la esposa o la hermana de una de mis víctimas? ¿No merezco que se me escupa la cara?


Un alba amable, amable hasta para los verdugos de la huma­nidad, fue ocupando la estancia con sus suaves claridades, cal­mando al mismo tiempo la irritación nerviosa del funcionario, quien pocas horas después, muy tieso y altanero, se veía sentado en un dosel, enviando como de costumbre, a sus semejantes, al presidio y al patíbulo.


(De “Regeneración” del número 221, fechado el 15 de ene­ro de 1916).